“Yo no soy la hija perdida del Dalai Lama” es una frase que suelo decir en mis talleres cuando quiero referirme a que, aunque tengo herramientas, conocimiento y experiencia en el trabajo interno, también me permito ser humana. Crecer, transformarse y evolucionar no es un proceso lineal ni sencillo. Aceptar nuestra humanidad con compasión es fundamental, pero no debe ser una excusa para estancarnos. El verdadero reto es encontrar el equilibrio entre la compasión y la responsabilidad de hacer el trabajo interno que nos corresponde.
Entonces, si sabemos que tenemos un trabajo interno por hacer, que ciertos patrones nos duelen y que algunos hábitos nos perjudican, ¿por qué nos cuesta tanto hacer los ajustes necesarios?
La resistencia al cambio: el cerebro buscando eficiencia
Nuestro cerebro está diseñado para ahorrar energía, lo que nos lleva a resistir cambios que implican un gasto adicional, como la adopción de nuevos hábitos, la toma de conciencia o la ruptura de paradigmas y creencias limitantes. Estas modificaciones requieren ajustes en nuestros pensamientos, lenguaje, emociones y acciones, lo cual supone un esfuerzo que nuestro cerebro prefiere evitar, a menos que circunstancias contundentes, como tocar fondo en algún área de nuestra vida (enfermedad, divorcio, pérdida de empleo, entre otros), nos obliguen a ello.
La necesidad de trascendencia: el impulso hacia el crecimiento personal
Por otro lado, existe en nosotros una necesidad intrínseca de trascendencia y crecimiento personal. Esta necesidad nos impulsa a buscar un propósito más allá de nosotros mismos, a experimentar una conexión profunda con nuestro entorno y a encontrar sentido y plenitud en la vida. La trascendencia no es solo una búsqueda espiritual; también es clave para nuestro bienestar y desarrollo personal.
Este impulso nos lleva a cuestionarnos constantemente por qué repetimos patrones destructivos que nos causan dolor, aun siendo conscientes de ello. Reconocemos la necesidad de realizar un trabajo interno para aprender las lecciones que la cotidianidad nos presenta y avanzar en nuestro camino de crecimiento. Sin embargo, a menudo nos autosaboteamos, regresando a lugares, tanto externos como internos, que deseamos evitar, ya sea realizando acciones que sabemos que nos perjudican o diciéndonos a nosotros mismos palabras que minan nuestra autoestima y nos hacen sufrir.
Más allá del miedo: nuestro llamado a la grandeza
Ante este dilema, he encontrado en mi experiencia, en la de mis clientes y alumnos, que hay algo más grande que nuestra mente, miedos, pensamientos, emociones, acciones y palabras: nuestro llamado a la grandeza. Independientemente de nuestras creencias espirituales, todos tenemos un propósito que trasciende nuestra individualidad. Como decía Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido (1946): “El que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.”
Si bien podemos optar por permanecer como estamos, es crucial reconocer que esta elección también tiene consecuencias. La inacción puede conducirnos a una vida de insatisfacción y oportunidades perdidas. Por ello, es fundamental plantearnos preguntas que nos ayuden a tomar decisiones conscientes:
- ¿Qué oportunidades me estoy perdiendo al seguir igual?
- ¿Cómo impacta en mi autoestima no modificar este comportamiento?
- ¿Qué ejemplo estoy dando a quienes me rodean al no cambiar?
- ¿Cómo será mi vida en cinco años si no actúo ahora?
- ¿Qué sueños estoy posponiendo por no dejar este hábito?
- ¿De qué manera estos patrones limitan mi crecimiento personal y la realización de mis objetivos?
- ¿Cómo afectará mi felicidad futura mantener este patrón?
- Si mantengo estos hábitos actuales, ¿cómo afectarán mi bienestar y mis relaciones en el futuro?
Cada persona tiene sus propias respuestas a estas preguntas y, desde esa introspección, podemos tomar decisiones más informadas. Lo esencial es permitirnos este espacio de reflexión para determinar si queremos seguir igual o movernos en una dirección diferente. Recordemos que la calidad de las preguntas que nos hacemos determina la búsqueda en la que nos embarcamos.
Reflexión final: compasión, sí. Excusas, no.
Permitirse ser humano es un acto de compasión con uno mismo. No podemos crecer desde la culpa ni el castigo. Darnos palo cuando caemos en los mismos patrones es tan destructivo como los hábitos que intentamos cambiar. Pero ojo: esto no significa que debamos quedarnos ahí.
Sí, permitámonos equivocarnos, ser imperfectos y aprender a nuestro ritmo. Pero también recordemos que vinimos a ser algo más grande que nosotros mismos. No estamos aquí solo para repetir ciclos, sino para romperlos. No para escondernos en la excusa de “así soy”, sino para recordar, una y otra vez, que somos mucho más de lo que creemos.